Clara Alicia Jalif de Bertranou*
Hubo un tiempo en el que Francisco Bilbao (1823-1865) vivió en la Argentina involucrado de un modo decidido con la política del país. Nacido en Santiago de Chile, de madre argentina, llegó a Buenos Aires en 1857[1]. Corrían tiempos de la organización de las nacientes repúblicas donde todo estaba aún por hacerse, pues si bien el orden político había expresado un cambio con las revoluciones de Independencia, las formas de organización interna no habían variado drásticamente desde los tiempos de la colonia. El pasaje de la condición de súbdito a ciudadano imponía un vasto programa de acción, tal como lo entendió el espíritu romántico en los países americanos.
Bilbao conoció el exilio a muy temprana edad acompañando a su padre, político pipiolo de Chile. Perú fue el primer destino ante las adversidades de quienes pregonaban cambios. De allí en más asumió todos los riesgos de la radicalización de sus ideas, que eran liberales. Pero no de aquel liberalismo que campeó por doquier en América con tintes racistas, facilitadores de la consolidación oligárquica. Con cuestionamientos a flor de piel, delimitó su campo de acción alimentado por el ideario revolucionario francés. Cuando regresó a Chile para ser estudiante superior comenzaba una vida poco cautelosa con lo establecido. Indómito, dijo lo que pensaba en un escrito al que tituló “Sociabilidad chilena”. Las pulsiones autoritarias reaccionaron ante el atrevido joven, a quien condenaron por “blasfemo e inmoral”. Dada la sentencia, fue llevado en andas por centenares de simpatizantes. Irrumpía en la vida pública de un modo violento y estrepitoso. De allí en más el exilio fue su locus casi permanente. En París aprendió que la llamada “civilización” era una alborada minada de “barbarie”. Lo comprendió a cabalidad cuando Napoleón III invadió México en su afán por extender el imperio con la figura intrusa de Maximiliano. Eran ya los tiempos en los que residía en la Argentina, después de su segunda estancia en Francia. A partir de esa fecha se incorporó a la causa de la Confederación bajo la convicción de que era preciso luchar en salvaguarda de la integridad nacional.
En periódicos argentinos como El Orden, El Nacional Argentino, El Pueblo, El Grito Paraguayo, El Artesano y en la Revista del Nuevo Mundo dejó cientos de artículos que, más allá de las contiendas coyunturales, conservan el valor testimonial de las denuncias sobre aspectos políticos, sociales, económicos y culturales, pero también de valor moral, pues cuestiona usos, costumbres, prácticas y creencias alojadas en una forma mentis como obstáculos para el mejoramiento de los pueblos americanos. Los escritos tienen un fondo inficionado de lecturas europeas, pero serían incomprensibles sin la cotidianidad a la que aluden y éste es el aspecto primordial que les hace trascender su propio tiempo por las deudas que nos acechan. No es que aceptara sin más el pensamiento europeo en bloque como modelo. De allí tomó lo que como andamiaje intelectual podía servir cualitativamente a las sociedades americanas. Hay al mismo tiempo un juego discursivo crítico y propositivo. El “nosotros” de enunciación posee diversos niveles de pertenencia que no pretendemos agotar. Señalemos que se trata de alguien que representa una cultura letrada bebida en un hogar que debió tener un cierto bienestar económico y con componentes de alta politización. Mas también se trata de un “nosotros” que expresa una renovación generacional con elementos ideológicos nuevos que ya no serán aquellos de la Ilustración americana en estado de pureza, cuestionados por exiguos y, peor aún, por inconclusos. Ese “nosotros” se identifica también con los destinatarios de un proyecto de emancipación mental que abarcaría distintas esferas. Incluye las prácticas familiares asentadas en una figura paternal dominante, la anacronía del mayorazgo, el sometimiento de la mujer en el hogar y el confesionario, el analfabetismo, la organización social semifeudal, la autocracia de los hacendados, la formalidad de las repúblicas creadas a la medida de intereses no siempre nobles, y la escandalosa desigualdad económica. Las palabras que denotan ese “nosotros” son el niño, la mujer, el indígena, el “roto”, el pobre, el negro y todo aquel que se hallaba excluido. Sus escritos, que nos recuerdan lo que conocemos como “catecismos laicos y políticos”, apuntan a desnudar los privilegios de las aristocracias criollas, que seguían manteniendo los controles en beneficio de su clase, y a movilizar los espíritus.
La febril actividad desplegada en la Argentina, dada hasta su muerte, se reparte entre el periodismo –que abarca más de doscientos artículos no incluidos en sus Obras Completas- y una importante labor ensayística que suscitó gran revuelo y condena eclesiástica por el racionalismo que las atraviesa y la reprobación a la Iglesia de Roma. Ellos son: La ley de la historia, La América en peligro y El evangelio americano. Este último es el que recibió mayor difusión después de su muerte. Al reeditarse en 1943 Dardo Cúneo tuvo a su cuidado hacer el estudio introductorio.[2]
Si espigamos algunos de esos artículos se advierte que su pluma está dirigida a un largo proceso de liberación de las múltiples formas de sujeción que acechan a las sociedades. Las más lacerantes: la pobreza y la ignorancia. Se trataba de la lucha por la equidad de la que habían sido despojadas las grandes mayorías mediante la concentración de riqueza y la acumulación de poder. Todos los seres humanos eran iguales y libres en su condición natural, pero la responsabilidad del cambio estaba en las manos de quienes podían crear condiciones más avanzadas de organización, donde las formas de asociación y agremiación también jugaban un papel importante. Eran eslabones de la participación social que llegó a proponer en algún momento de su vida bajo la forma de la democracia directa.
Uno de los problemas fundamentales que advirtió fue el régimen de tenencia de la tierra, por ello reivindicó el valor de la propiedad privada para esas mayorías y la censura de su concentración, como dos caras de una misma moneda. En La Revista del Nuevo Mundo, órgano que fundó a poco de arribado a Buenos Aires, indicó en un artículo al que tituló “La Frontera” la necesidad del reparto de tierras entre poblaciones indígenas y la formación de pequeños conglomerados, asunto que interesaba desde los días de la Independencia. Con este propósito rescataba la “Memoria sobre la organización de la frontera” que elevara al Gobierno de Buenos Aires, en 1811, el Coronel Pedro Andrés García. Sobre este documento tiene palabras elogiosas como posible solución a la convivencia pacífica de indígenas y blancos o “católicos”, como también para terminar con el exterminio de las poblaciones nativas que continuamente eran hostigadas, cuando no utilizadas para prácticas delictivas. Sensatamente indicaba que “los indios no pueden hacer oír su voz entre nosotros”. El proyecto se completaría con la incorporación de inmigrantes europeos bajo el entendido de que ambas colonizaciones podían poblar el desierto marchando a la par. En reiteradas oportunidades a lo largo de sus obras marcó así el problema de la posesión de la tierra, anticipándose a las formulaciones indigenistas de fines del siglo XIX, dadas en Perú, por ejemplo, con la voz encendida de Manuel González Prada.
Desconcentración de poder y distribución de la riqueza, unidas a la participación política, cuestiones que eran materia de justicia, aparecen como vías para la armonía social. Una consecuencia lesiva para la dignidad humana era un aspecto derivado directamente de la mencionada posesión de la tierra: la desigual relación entre capital y trabajo, en donde la mano de obra no tenía alternativas, volviéndose coercitiva la vinculación. La falta de un mercado de trabajo había sido un modo habitual de control social, al mismo tiempo que aumentaba el poder económico del capital e incrementaba la desigualdad. Más grave aún era el maridaje entre esfera política y poder económico privado, donde éste subordinaba a aquél y, además, gestaba una legislación que facilitaba el atropello con leyes hechas a la medida de intereses ilegítimos. Todas redes viciosas de sociedades enfermas.
El lugar otorgado a la educación pública, imbuida de un sentimiento nacional, fue otro de los aspectos que tocó en repetidas oportunidades y a pesar de ser su adversario, elogió a Sarmiento cuando lo creyó necesario, hasta el punto de llamarle “atleta infatigable de la instrucción popular en la América del Sur”. El sanjuanino, ilustre pero verboso, se había referido despectivamente a Bilbao en más de una oportunidad desde los días del exilio chileno, pero ambos coincidían en la admiración por el sistema escolar norteamericano, cimentado en la religión protestante. Papel que no había jugado la religiosidad heredada de España. Más allá de la admiración acotada, Bilbao –que criticó el carácter expansionista de Estados Unidos- otorgó a la educación tal como se la ejercía en el Norte, el valor primordial en cuanto eje de la civilización moderna. Esa modernidad que tanto desveló a los pensadores decimonónicos. La escuela sería el engranaje fundamental para la educación que el país necesitaba, asentada en principios de la libertad individual, en una “razón independiente”, en el autogobierno, y en la universalidad del derecho: “El dogma de la libertad y de la independencia de la razón exige el culto de la luz, porque comprende la responsabilidad del hombre. Si antes había lugares y fórmulas particulares de iniciación para la institución de la caballería, hoy esos lugares son las escuelas, y esa iniciación moderna, que se llama democracia, no para la conquista del sepulcro, sino para la conquista del bienestar y moralidad universales”. Y agregaba: “El dogma de la libertad es el dogma de la responsabilidad. No hay responsabilidad sin el conocimiento de lo justo y de lo injusto”. Así, la escuela sería el recinto para dar conocimiento, pero fundamentalmente espacio de aprendizaje de ciudadanía, con sus deberes y derechos desde un fondo ético. Ello le lleva a reclamar una ley de educación anticipándose a los arduos debates del ´80.
Desde las páginas del periódico El Nacional Argentino, órgano de la Confederación, planteó la vida armónica de las partes destinadas a la unidad de la nación en un régimen de igualdad. La incipiente macrocefalia de Buenos Aires ponía en riesgo la suerte de la República Argentina -con sus deseos secesionistas- e inclusive, sus vínculos con “la América en general”. En dos artículos marcó las necesidades unionistas de los Estados en su interior y de la región, a la que llamó “Las Repúblicas del Sur”. Esos artículos fueron “La Federación” e “Integridad Nacional en Centro-América”[3]. Enjuiciador de las divisiones debidas a intereses sectoriales y verdaderos escollos para la federación, sentó su posición. Entrevió la unión como algo más que un sueño extendido entre las naciones, pues le pareció parte del desarrollo de una “idea humanitaria”, que elevó a la categoría de un designio divino surgido del “Geómetra de las sociedades”. A la base estaba la trinitaria divisa surgida de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
El intento de unidad de las Repúblicas Centroamericanas fue un acontecimiento celebrado por Bilbao y motivo de reflexión sobre el orden interno en la Argentina y de un plan subcontinental: “La síntesis americana es correlativa a las síntesis nacionales”. A lo que agregó: “El desarrollo de la federación supone a priori la marcha paralela de las partes convergiendo al todo, y del todo protegiendo el desarrollo de las partes”. Programáticamente pensó en un Congreso de Plenipotenciarios que abordase los siguientes puntos: “1. La abolición de las aduanas Inter-americanas. 2. La unidad de pesos, monedas y medidas. 3. La validez de títulos de las profesiones científicas, literarias, industriales. 4. La ciudadanía Americana. 5. Los proyectos para constituir un Tribunal Americano, para dirimir las contiendas de los Estados, las cuestiones de límites, etc. 6. El proyecto de alianza ofensiva y defensiva, o más bien dicho, la solidaridad americana respecto a las naciones extranjeras. 7. Los proyectos de codificación civil, comercial y criminal. 8. El proyecto de colonización americana, civilización de los bárbaros, etc. 9. La creación de una Universidad y Capital Americanas, y muchos otros puntos”. Concluye poniendo la mirada en el acaecer histórico argentino, poniendo la mirada sobre la dolorosa experiencia de la desmembración, llamando “falsa política” a la de los “demagogos” que habían extendido el mal de los localismos, sembrando rivalidades de amargo fruto. Por eso la categoría de “solidaridad” tuvo un claro papel de eje constructor de la naciones y “sus razas”: “Las naciones son los campamentos ú organismos de las razas y deben por consiguiente ser inviolables en la personalidad que revisten”. En virtud de esa posición deploró la desaparición de “las razas indígenas” o “habitantes primitivos de América”, además de ser “un crimen cometido, un atentado que tarde o temprano recae sobre nosotros”. No falta tampoco la alusión al habitante negro, sometido o exterminado por el “egoísmo de los blancos”. Finalmente, concuerda con la frase alberdiana “gobernar es poblar”.
Son también claves para el discernimiento del diagnóstico social artículos escritos en el periódico El Orden referentes a los procedimientos carcelarios, a la pena de muerte, al sistema eleccionario y a la pobreza[4]. En consonancia con el conjunto de su concepción filosófica que apuntaba a una tarea civilizatoria, como era su propósito manifiesto, la Argentina era un cuerpo enfermo sobre el cual podían aplicarse una serie de correctivos a los fines de lograr su curación. Lejos estaba de pensar roussonianamente que la sociedad, toda sociedad, pervertía a los individuos, pero sí que la mala política generaba situaciones indeseables y denigratorias en una modernidad que era preciso consumar hasta sus últimos presupuestos, sobre la base de la ontología que piensa a todos lo seres libres e iguales. El sistema de representación que tiene por delante Bilbao se soporta en la idea de un nuevo orden emanado de la razón que tiene su arquitectura ejemplificadora en la Ilustración. Sin embargo hay un plus que destiñe y cobra cuerpo: las observaciones sobre el acontecer temporal concreto, en evidente signo romántico, que puede refundar las relaciones humanas. Hablábamos de curación y esta es la idea que expresa ante el “espectáculo doloroso” de la pena de muerte, tan alejada de la piedad cristiana. Con lo cual cuestionó, además, el sistema carcelario de hacinamiento, sin ninguna posibilidad de rehabilitación de los delincuentes. Problema que sigue siendo de una especial actualidad en cualquier país. Con finalidad resocializadora plantea en sucintas palabras acciones estatales donde el sistema penitenciario tuviese políticas, programas y acciones. Es así como propone la desaparición del patíbulo, pero además, la reclusión de los delincuentes en lugares habitables de acuerdo con la condición humana, según una clasificación especial –por edad y gravedad de los hechos cometidos- con la aplicación del sistema del silencio y del trabajo, ya fuera solitario o asociado, además de la enseñanza de normas morales. Sostiene que quienes más delinquen, aunque no necesariamente, son “los desamparados de cultura”, quizá en gran parte “a causa de la misma sociedad”.
En días inmediatamente posteriores Bilbao escribe acerca de las elecciones como acto de ejercicio de la soberanía: “el [acto] más grandioso de los pueblos libres”. Demócrata fiel, en más de una oportunidad aboga en sus escritos por la democracia directa, mediante el funcionamiento de tribunados o asambleas públicas para dirimir la toma de decisiones. No obstante, mientras no se pueda hacer un ejercicio continuo de esa posibilidad, la elección de representantes era la oportunidad que tenía el pueblo para expresarse y era preciso celebrarlo y concederle toda la importancia que tenía después de los despotismos, los errores y “las atrocidades de la historia”. Era el único momento de soberanía antes de la delegación: “todo acto de libertad practicado por la soberanía de un pueblo, se reviste con la santidad de una religión, con el aplauso de todos los que durmiendo en la tumba, trabajaron por la libertad del hombre, y a más, con la imponente responsabilidad del porvenir que envuelve todo acto de elecciones”.[5] Seguidamente indica: “El pueblo, o los partidos deben tener su programa, y luchar por mejorar su suerte, en la esfera política, social y material. Esa lucha es negación de lo malo, reforma de lo imperfecto, iniciación de lo que no existe”. [6] Como se ve, el diarismo le permitía presentar un cuadro de necesidades para la organización de la comunidad. Siempre el tema de la pobreza ocupa un lugar que remite al proyecto de una ciudad de iguales. No en vano había creado en Chile la Sociedad de la Igualdad, que agrupaba a artesanos, obreros y aparceros. Primer antecedente de organizaciones sindicales en defensa de los derechos laborales, cuya disolución ante la persecución política no impidió que con el tiempo surgieran indefectiblemente, como sucedió en el resto del Continente en medio de luchas.
La lógica perversa de la dominación, enquistada en la historia, y fuera de todo providencialismo, generaba el círculo vicioso de la pobreza. Sometidos esos sectores postergados al analfabetismo y fuera del acceso a todo tipo de información, ni siquiera les llegaban los medios para anoticiarse del acaecer político y manifestar sus propios intereses.
Conjuntamente indicaba las obligaciones perentorias para no someterlos a las condiciones de “siervo de la tierra”: “El pobre pide trabajo. Su trabajo debe ser remunerado lo bastante para que todas sus necesidades físicas primordiales, el alimento, el vestido, el albergue, le sean satisfechas. Ese minimum que tiene derecho de exigir de toda organización social, derecho que exigir en Europa y con mucho mayor razón en América, especialmente en la República Argentina y muy especialmente en el Estado de Buenos Aires”.[7]
Dentro de la brevedad que le impone un artículo periodístico completa sus ideas acerca de la pobreza sosteniendo que el aumento de producción, de capitales, el ahorro y la asociación en empresas darían un gran impulso al trabajo y a facilitar los medios de producción, para lo cual se necesitaban “las garantías del porvenir”, es decir la existencia del crédito, generador a su vez de riqueza: “El crédito está en razón directa de la estabilidad y de la moralidad de los Estados. Más estabilidad, más crédito; más moralidad, más crédito”.[8]
No es del caso indicar las tensiones ideológicas entre las que se mueve el ejercicio periodístico de Bilbao en Buenos Aires, simplemente estamos tomando algunos hilos que elevan los escritos en la dirección de la construcción de una nación y un continente sobre bases materiales y espirituales que dignifican a los seres humanos, lo que llamaba “pueblo”, verdadera categoría que no tiene un ápice de ambigüedad: son los pobres sin más. Se trataba de una referencia aparentemente universal, pero mentaba seres concretos, y lo que señalaba tenía el valor de una auténtica universalidad en la medida en que su “indeseable “ visibilidad para una sociedad que los había creado, debía hacerse cargo de incorporarlos en plenitud a la vida social, política y económica, ya fuese en la Argentina, en América o en cualquier lugar del mundo.
Centrándonos en el ensayo La ley de la historia, fruto de una conferencia dictada en el Liceo Literario de Buenos Aires, en 1858, es preciso indicar que parece ser parte de una controversia con Sarmiento y respuesta a la conferencia que éste impartió, meses antes, en el Ateneo del Plata, al servicio de los grupos políticos de Buenos Aires. De los aspectos doctrinarios que expuso Bilbao interesa destacar su abierto y crítico rechazo de cualquier tipo de fatalismos, providencialismos, o necesariedad del acontecer histórico. Posiciones que llevarían a la justificación de los errores y horrores humanos como partes de un plan divino, con lo cual, además de la justificación, se extendería sobre ellos un manto de eximición de responsabilidades. Cuestión que por otra parte negaría su condición de seres finitos, libres y perfectibles. Marco en el que cobra sentido la educación, los saberes, las artes y la creación del Derecho que rige las relaciones humanas: “la ley de la historia, es la conquista de la libertad, en la conciencia, en los hechos, y en la universalidad de los hombres” [ver OC].
* Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas-CONICET. Profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina <cjalif@gmail.com>
[1] Para aspectos pormenorizados de su vida e ideas, ver mi Francisco Bilbao y la experiencia libertaria de América. La propuesta de una filosofía americana. Mendoza, EDIUNC, 2003, 316 p. <ediunc@uncu.edu.ar>
[2] Francisco Bilbao, El evangelio americano. Estudio preliminar por Dardo Cúneo. Colección Tiempo de América. Buenos Aires, Americalee, 1943.
[3] Ambos publicados en el Apéndice Documental de Francisco Bilbao y la experiencia libertaria de América. Ed. cit., p. 273-282.
[5] Universum, p. 186. Las cursivas son nuestras.
[6] Ibid.
[7] Universum, p. 188.
[8] Ibid., p. 189.